2015 Eka 17

Fiesta Graduación PROMOCIÓN 14/15

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Fiesta Graduación PROMOCIÓN 14/15

DISCURSO DEL DIRECTOR (JOHN PHILLIPS):

Jamás conocemos los hechos, los acontecimientos y los golpes de fortuna, de un signo u otro, que pueden provocar un cambio de rumbo, ligero o portentoso, imponente, en nuestras vidas, cosas que pueden marcarnos, vientos del azar que nos pueden hacer desviar ligeramente, o, quizás, hacernos cambiar de rumbo por completo, alterar la ruta prevista, convirtiéndonos en personas que jamás habíamos previsto ser o imaginado ser. Jamás sabemos lo que nos depara el futuro y jamás podemos presagiar los envites a los que nos enfrentaremos y que nos podrán moldear, las circunstancias que nos pueden condicionar.

Seguramente, los notables sucesos del año 1783 dejaron tal mella en Luke Howard, provocaron una impresión tan honda y duradera en él, constituyeron un revulsivo tan importante, que jamás volvió a ser la misma persona. Su consternación y perplejidad, el asombro de sus diez años, fue, por cierto, compartido aquel año por todos los habitantes a lo largo y ancho de Europa y buena parte de Asia. Porque ese año, que tan benigno se había prometido, se convirtió en apocalíptico: lo que empezó como una ligera bruma se convirtió en una espesa niebla de hedor nauseabundo, que invadía los rincones más recónditos de viviendas y edificios. Los árboles empezaron a desprenderse de sus hojas en pleno verano, en pleno mes de junio, el ganado empezaba a enfermar en los campos y caerse muerto donde antes pastaban, las cosechas fracasaron. En las dispensas frigoríficas la carne se pudría y en los ánimos empezaron a cundir la tristeza y la depresión. Peor, hubo hambruna: se calcula que unas 300.000 personas murieron de hambre en Japón y que la población de Islandia fue diezmada, que murió una cuarta parte de ella. Nadie lograba descifrar las causas de la desgracia ni lograba descifrar si el invierno se había instalado para siempre, si el sol alguna vez volvería a brillar en el cielo. No podía saberse porque faltaba lenguaje científico y conceptos científicos que alumbrasen las causas de la hecatombe. 

Como he dicho, corría el año 1783 y Luke Howard, la persona que esta tarde centra mis reflexiones, contaba diez años. Y, también como he dicho, trataba de entender lo que sucedía, escrutaba el cielo, procurando hallar signos y señales que le desvelasen el misterio de lo que ocurría, de lo desconocido. 

Lo que vio y experimentó ese año seguramente le condujo hacia otro momento, hacia un diciembre de 1802, y un lugar, Plough Court, en el corazón del barrio de los quakers, de los cuáqueros, no lejos del río Támesis. Confesaba esa religión que tenía —que tiene— como eje la austeridad y la industria personal, el esfuerzo constante y el trabajo incansable. Pero, en cierto modo, no concordaban sus patronos de comportamiento con los de los demás de su confesión: aunque tenía un empleo estable en una compañía farmacéutica, no evidenciaba el mismo ímpetu empresarial ni la misma vitalidad emprendedora que sus allegados y amigos. 

Pero no estaba en Plough Court, en un sótano, esa noche para hablar de religión, sino para disertar sobre algo que había ocupado sus observaciones y pensamientos desde aquel año fatídico, desde aquel